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Angasmayo: Un paraíso particular
Por: ANDRES HURTADO GARCIA. 25 de abril 1991 , 12:00 a. m.
Vamos ahora paralelos a la Panamericana, de sur a norte y del otro lado del río. Nariño es tierra de gentes cordiales, trabajadoras, artistas y también tierra de abismos: cañones de los ríos Guáitara, Juanambú, Mayo, Patía. Siempre he pensado que, en las batallas de Antonio Nariño por estos lados, no se daban bala sino que se empujaban al precipio: más barato y efectivo. Ahora, vamos ganando altura y el río Guáitara se ve cada vez más pequeño, allá al fondo.
Pasamos por San Miguel. De pronto, en una curva de la carretera, aparece el vallecito de San Mateo. Qué espectáculo: un vallecito idílico, de postal y de verdad, y en él las casas blancas y la iglesita, de torre alta, rara, bella, nada común por estos lados. El conjunto me recordó al pueblo más hermoso del mundo, Soglio, así bautizado por Rilke, Segantini y Gaston Rebuffat. Soglio en Bregaglia (Suiza) y San Mateo, en Nariño (Colombia). El apretujamiento de las casas y de los techos, visto desde lejos, y el paisaje sobre abismos es el encanto principal de San Mateo. Clemencia Bolaños, maestra del pueblo, nos recibe cordial y nos ofrece leche pura, no pasada por aguas y otras inmundicias ciudadanas. Y allí, dejamos el vehículo. Luego, nos internamos por un camino veredal. Estábamos preparados para saborear colores, olores, paisajes campestres de tierra fría.
Contemplamos, ahora, el bello problema social del minifundio. Cuadrículas de todos los matices del verde y el amarillo: trigo, cebada, haba, papa. Sopla en viento y los mares verdes del trigo me trasladan a mi infancia. Yo nací entre cafetales del Quindío y mi adolescencia trascurrió entre los trigales de Nariño. Nos cruzamos con niños indígenas, de rostros cobrizos y redondeados. Nos dicen en buen acento nariñense: Buenos días, señor . Encontramos la escuela de vereda, de colores chillones, pintada la bandera nacional y un bosque. Piden respeto a la naturaleza. Desde lejos y por largo trecho, miramos otra cascada famosa, la Humeadora, en la Panamericana; cae casi a la carretera y, desde allí, inicia otro salto al vacío para morir en el cañón del Guáitara. La nuestra, la de Angasmayo, se ve al fondo, acodada en un rincón verde de la cordillera. En el patio de una casa, una familia campesina limpia y recoge las habas; el niño juega sobre ellas como si fueran un tapete.
Entramos en un bosque que nos lleva directamente a la cascada. Nos sumergimos en el río para llegar a la base del chorro. Chusques, quiches y orquídeas… un paraíso allí escondido, alimentado por la humedad que llena el aire. La cascada se despeña sin compasión ni miedo y el viento se encarga de convertirla en una cabellera despeinada en el vacío.
Regresamos por la tarde, una tarde barbajacobiana cargada de aromas y melancolías. Y, de nuevo los niños, que cargan heno, que juegan en el prado, que corretean un ternero. Oh, quién pudiera de niñez temblando, a un alba renacer! Pero la vida está pasando y ya no es hora de aprender , suspiraba Porfirio.
Ricardo nos había amenazado con invitarnos a cuy y sucumbimos a su oferta. Visitar Nariño y no soborear el cuy sencillamente no es correcto. La cascada de Angasmayo estaba en mi agenda desde hacía 10 años. Pero, le llegó su turno y a nosotros también.
Fuente: https://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-71339